Las casas encaladas hacían más radiante la mañana de ese día de primavera, los pajarillos peinaban el aire al ritmo de bulería, y los niños jugaban al lado una alberca al “pilla pilla”.
Los niños nos vieron venir y en bandada volaron a nuestro encuentro, entre bromas, risas y enredos.
Los negros ojos de Platero brillaban con luz propia, pero cuando veía a los pequeños se hacían centellas, ¡brillaban como luceros!
Yo conocía bien el juego que tenía con ellos, él los esperaba como distraído, meloso, de todo ajeno, y cuando lo iban a tocar, trotaba alegre y flamenco para detenerse luego, bromeando, hasta que al fin les dejaba que acariciaran su suave pelo.
Pero ese día se quedó “embelesao” mirando al cielo, los niños pensaban que era broma y se acercaron con tiento, pensaban que cuando fueran a tocarlo saldría corriendo , pero él seguía inmóvil, quedo.
- ¿Qué te pasa, Platero? Los zagales quieren jugar y montar tu blanquito lomo.
Miramos arriba, con gran curiosidad, y vimos dos golondrinas en una cuerda posadas, parecían enamoradas, que miraban un mismo sueño e imaginaban nuevos vuelos.
Estaba “ensimismao”, como cuando se contempla lo bello, a la vez que una chiquita nube de melancolía, (como las que no había ese soleado día) se reflejó en su mirada. Miró a los pequeños, luego a mí, y después nuevamente a las golondrinas…
Los críos se fueron diciendo:
- ¡Que aburrido estás hoy Platero, pareciera estás lelo!
Pero yo, si soy sincero, imaginé a Platero junto a una borriquilla amiga, compañera de juegos.
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